La Frase De Estos Dias:

El hombre es una infinitamente pequeña copia de Dios. Bastante gloria es ésta para el hombre. A pesar de mi insignificancia, reconozco que Dios está en mí.
Victor Hugo

16 de noviembre de 2008

Amalfi II

–He aquí algo que podría rescatarte de tus sueños– dijo el Maestre, señalando una nube de polvo que se precipitaba a su encuentro, como un tifón, dunas abajo.
–Es un precio honrado –replicó Günther, observando la nube que se acercaba–. No son más de un centenar; como mucho, ciento veinte.
–Entonces estamos en ventaja –concluyó el Maestre–. Rodeémosles.

Y se separaron, galopando en direcciones opuestas.

Podrá parecer una vanidad de borrachos, trastornados por una noche de desenfreno e incapaces de valorar la gravedad de la situación en la que se encontraban. Pero no era así: dos templarios podían permitirse también esto, es decir, (‘cercar’ –y sin ni siquiera tantas historias, sin acordar un plan de ataque, sin muchos esfuerzos– un enemigo cincuenta veces superior, o quizá más.

Cegados por la nube de arena que ellos mismos levantaban, los sarracenos avanzaban a marcha sostenida, probablemente apresurados por la necesidad de respetar unos tiempos de marcha feroces para trasladarse de un presidio a otro.
Por eso no tuvieron ninguna posibilidad de ver bien a los caballeros cristianos –solamente dos, pero no lo sabían con seguridad– que arremetían contra ellos por los dos flancos aullando: ‘No por mi gloria, Señor... No por mi gloria, sino por la tuya.’ (1)

Habían trazado una semicircunferencia perfecta, cada uno sobre una vertiente, a la misma velocidad, reencontrándose ahora sobre los dos flancos anteriores de la misma columna. La geometría, o el sentimiento de la geometría y de sus reglas perfectas, formaban parte de los misterios del adiestramiento templario y de su fuerza insuperable.
Así, intercambiando una mirada de entendimiento sobre las coordenadas de la evolución que tenían que llevar a cabo y el punto que había que tener presente como centro de sus maniobras circulares, los dos templarios se reencontraban a la altura deseada, penetrando por sorpresa en la compañía mora.


Levantando las lanzas, Günther y el Maestre atravesaron por lados opuestos la cabeza de la columna musulmana, golpeando e hiriendo hasta que sus mismas astas quedaron reducidas a pedazos de madera en adelante inutilizables. Pero una veintena de caballeros de la media luna rodaban por el suelo, mientras que el escuadrón pasaba a sus espaldas. En medio del tumulto, otros caballos se encabritaban tirando al suelo a quien los cabalgaban.
Los dos templarios recorrieron menos de cincuenta metros en medio de este caos de sangre y de sudor, y después, volviéndose a encontrar en el centro de la formación enemiga,reaparecieron de nuevo a su cola. Habían dejado caer las astas de las lanzas y volteaban las espadas, hiriendo y mutilando hombres y caballos.

Salieron otra vez detrás de la formación, ahora diezmada y dispersa, e intentando desesperadamente reconstruirse.
Se detuvieron durante no más de dos o tres segundos; el tiempo necesario para mirarse a los ojos y agitar al viento una franja de Bausant que el Maestre llevaba bajo su jubón, como un saludo de muerte.

De la retaguardia sarracena, ya trastornada por cuanto acababa apenas de suceder, surgió un grito de terror: ‘Baus buyúd... balis buyúd...(2)’
No era ya solamente el Bausant lo que les aterrorizaba, sino el hecho de que el estado mayor –a la cabeza del grupo– había sido prácticamente diezmado, quizá del todo aniquilado.
En suma, los mejores y los más fuertes –aquellos con los que el escuadrón entero contaba para la propia seguridad– habían sido eliminados.
Aunque el resto de las fuerzas cristianas, a pesar de las apariencias quiero quién sabía qué otra maniobra demoníaca había detrás), no fuesen más que dos únicos caballeros.

–¡A las mazas! –Gritó el Maestre, enfundando la espada.
–¡A las mazas! –Coreó Günther.

Y esto significaba que la parte más comprometida del encuentro había pasado ya, y que ahora no se trataba más que de irrumpir por la espalda entre la tropa que se estaba dispersando, sin ninguna posibilidad de enfrentamiento singular, sino sólo golpeando y haciendo el vacío.

No por mi gloria, Señor... –y los dos templarios caracolearon con seis monturas a lo largo y por entre los restos del escuadrón árabe, cada vez más desordenado, más disperso.
.
Y cuando el último pelotón de supervivientes, en buena parte descabalgando, intentó reagruparse, gritó el Maestre:
–¡A las hachas! –
Al tiempo que arrojaba la maza ensangrentada.
–¡A las hachas! –Gritó Günther.

Y volvieron a caer una vez más sobre aquellos desgraciados, machacando hombres y caballos a hachazo limpio, con aquellas hachas de doble filo que los caballeros teutónicos habían hecho casi populares en aquella época entre los cristianos, hasta que de todo el escuadrón no quedó más que un amasijo de cuerpos y armas destrozadas, amalgamados nos y otros en un emplasto de arena sanguinolenta.

Lamentos e invocaciones religiosas ascendían hacia el cielo, mezclándose al coro de los relinchos de los caballos agonizantes.

El Maestre dejó caer sobre el campo su manto con la cruz bermeja, como de costumbre, para que se supiese que por allí había pasado la milicia del Temple....
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(1) Non Nobis Domine, Tuo da Gloriam!
(2)Diablos Blancos

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